Ni el rumor de los autos que no cesa, ni la euforia que andaba sobre Insurgentes cantando una victoria que al final no es nuestra, ni una catástrofe ambiental, ni las injusticias vueltas ley en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) me quitaron el habla como me la quitó enterarme de la muerte de José Saramago.
Qué superfluo, me dirán algunos, pero lo cierto es que me quedé sin habla porque ese hombre, portugués, fue capaz de explorar visiones literarias que muy pocos se habían atrevido siquiera a asomar. Sus diálogos sin puntos y aparte, sin comillas, donde la jefa es la coma, su jugueteo con lo que implica una letra más y otra menos.
Ahí está, es público, Saramago es un grande, uno de esos raros que en 300 años seguirán vivos, uno de los que gozan el privilegio de convertirse en inmortales gracias a sus palabras -aunque seguramente él me diría que no, que todas las personas, toda la humanidad, somos nada comparados con lo que existe más allá de nuestro egocentrismo, ahí está la muerte como prueba-.
Es una pena que ya nunca más se firmarán libros de ese calibre en Lanzarote. Vaya Saramago, vaya en paz, que hiciste más magia de la que te correspondía.
Foto: José de Sousa Saramago murió en su casa de Lanzarote a los 87 años de edad.
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