Uno de los poemas que escribió Jaime Sabines lleva por título El peatón, en él señalaba con humildad que prefería ser considerado un peatón cualquiera que un poeta. “En la calle nadie, y en la casa menos, nadie se da cuenta de que es un poeta”. Quizá prefería esa clasificación porque él era chiapaneco, en la ciudad de México los peatones tampoco existen. La capital mexicana no está hecha para personas, sino para unos seres inanimados que nos han conquistado y se hacen llamar “automóviles”.
En la poesía que hace la vida real, en México, se escribe segundo a segundo que el peatón debe apenarse por hacer que un carro se detenga, se dan las gracias en repetidas ocasiones cuando sucede ese milagro y hasta se dan pasitos cortos y rápidos para dejarle ver al amable conductor que se está inmensamente agradecido y no se desean causar más molestias. De no producirse este ritual el personaje que maneja el carro puede espetar un cálido “¡Si quieres pásate hincadooo!”.
Casi no existen los semáforos para viandantes y, donde los hay, tampoco existen. Es una de esas paradojas propias de la poesía más cruda y agresiva. Jaime Sabines fue quizá el más grande poeta que haya dado México, pero la poesía que sigue haciendo ya muerto me intriga: ¿Si en el Distrito Federal no existen los peatones, para esta ciudad Jaime Sabines jamás existió? Espero que no sea el caso.
De cualquier modo tengo confianza en que un buen día los que caminan dejarán de ser objetos ornamentales del ambiente urbano y serán considerados personas. “Eso es, dice Jaime, no soy un poeta, soy un peatón”, y esta vez me quedo echado en la cama, con una alegría dulce y tranquila.
Foto de Ricardo Carreón. Peatones cruzando la Avenida Reforma en la ciudad de México. Tomada de Flickr.