Para los personajes de mi vida:
4 de agosto de 2012.
Cuando recién llegué a México de la maestría, en el
año 2009, no tenía trabajo ni nada específico qué hacer. En esa
búsqueda, un día en el Metro delante de mí iba una niña, de unos 14
años. Los dos íbamos parados. Luego, el conductor del convoy frenó de
forma repentina y la niña, que no iba tomada de ningún pasamanos, perdió
el piso. Al caerse se golpeó en la cabeza con mi rodilla derecha. La
niña comenzó a convulsionar. Alguien jaló la palanca de emergencia y
ninguno de los que estábamos a su alrededor fuimos capaces de ayudarla
realmente. Su convulsión se detuvo sola. Así, una señora que iba con
ella, quizá su madre o su abuela, la bajó del tren con la mirada
perdida. La niña se sentó en el piso del andén, las puertas cerraron y
nunca más supe nada. Si está bien, no lo sé. Si debí pedirle perdón por
ir junto a ella, tampoco nunca lo sabré. Lo que sí sé, es que la vida a
veces frena de forma repentina. Y en ocasiones nos tira y nos deja con la
mirada perdida. A todos nos pasa.
Por eso los invitamos hoy, no para celebrar un
doctorado que todavía no existe, tampoco para festejar un cambio de casa
o que me hayan becado, y mucho menos estamos aquí para despedirnos.
Los invitamos porque nos dieron ganas de celebrar la vida; la
misma vida que se nos escapa a cada instante y que así como nos deja
nos vuelve a atrapar a punta de sonrisas, de emociones, de amigos
insustituibles, de madres, padres, hermanos y familia que siempre nos
hacen recuperar la conciencia y la mirada enfocada. Es como la vida hace
poesía: nos da personajes, momentos y sensaciones, y nosotros le
ponemos el sentido que queramos.
En este momento la vida ha hecho una obra magnífica,
porque me ha permitido estar con muchos de los personajes que le han aportado más a
mi existir. Con los que he soñado, los que me inspiran, los que me hacen
querer ser mejor persona.
Estoy en una situación inmejorable, y nada tiene que
ver con títulos creados por una convención social. Mi abuela materna
era una mujer que por su contexto no pudo ni terminar la primaria y aun
así le enseñó a multiplicar a uno de mis hermanos.
Así que esto nada tiene que ver con títulos. Se
trata de reconocernos vivos, de aceptarnos únicos e irrepetibles; se
trata de vivir a lo ancho.
Aquella niña que
convulsionó al golpearse con mi rodilla, quizá, cuando recuperó la
mirada sólida, comprendió como lo hice yo, que la vida es para abrazarla
con fuerza; que se debe vivir a lo ancho, porque a lo largo no tenemos
ninguna certeza.
Aunque tal vez es necesario aclarar que vivir a lo ancho no se trata de
acabarse el mundo en un instante. No se trata de que nos mate la vida,
sino de repartirnos ideas y emociones los unos a los otros, de encontrar retos fascinantes.
Puedo decirles con toda honestidad que si no estuvieran todos
ustedes conmigo de nada habría servido volver a latir. Mi vida la han
hecho ustedes, la gente que quiero, y les agradezco que hayan creado
esta extensión de su ser que soy yo.
Porque un papel que diga que tengo un doctorado lo
podría haber impreso en mi casa y no habría tanta diferencia, pero si
ustedes no fueran parte de mí, mi familia, mis amigos, mis grandes
maestros, si alguno de ustedes no fuera un personaje recurrente en mi
vida, mi corazón no latiría con tanta fuerza como lo hace hoy.
Festejemos pues el estar vivos. Hagamos juntos, por siempre, esta gran celebración que es la vida.