Hay personas a las que se les va la vida pensando que su enemigo está junto a ellos, que los rodea e intenta lastimarlos. No se dan cuenta de que el verdadero rival para quienes piensan así, está dentro de sí mismos.
La competencia está afuera, lo he dicho ya, pero se nos olvida. Nos perdemos en la añoranza del pasado, reclamamos palabras que nunca se dijeron, no somos capaces de vernos a los ojos porque nos da miedo descubrir lo que somos.
Todo acto humano, todas las ideas, todas las estructuras, son aprendidos. En algún lugar de nuestras lacerantes sociedades nos enseñan a inventarnos fantasmas que nos acosan para creer que la vida vale la pena, que hay algo contra qué luchar. La realidad es que ya no hay grandes objetivos sociales ni grupales, nos dijeron que eso ya no sirve y lo creímos, nos convencieron de que lo mejor es ensimismarse y tomamos a la codicia por guía. Así nadie podría lastimarnos. Y olvidamos de esta manera cómo tratar con el otro.
La cosa no es así. El problema no existe hasta que así lo decidimos, y nos hemos alienado a tal punto que ya ni siquiera cuestionamos nada, como si todos debiéramos sentir y pensar lo mismo según una situación aparentemente conocida.
Si tuviéramos la capacidad de reconocer a nuestros fantasmas, los que nos comen por dentro, sabríamos que lastimamos a los otros porque tememos volver a llorar como cuando niños.
El enemigo inventado es más poderoso no porque tenga más fuerza, sino porque nos golpea con nuestra propia inercia. La vida, la competencia de verdad, está afuera. Allá las miradas te acosan y hay que saber moverse. El hermano, el que está adentro, el que conoce dónde dormimos, el que sabe de dónde venimos, el que nos ha visto llorar, no es competencia. La vida real está afuera.
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